En medio de la confusión de los primeros días de la gran guerra, Rodin, al ver que su vida y patrimonio peligraban, le dijo a una de las tantas personas que se disputaban con mal disimulada ambición el papel de asistirlo: "No me pertenezco, pertenezco al Estado de Francia". Es excepcional entre los grandes artistas de la segunda mitad del siglo XIX haber sido reconocidos en vida. En el caso de Rodin esta consagración tan grandiosa oculta, de alguna forma, la realidad bastante más opaca de sus primeros esfuerzos. Es cierto que la escultura, como observó Robert Hughes, imponía al artista del siglo XIX más dificultades que otras expresiones artísticas, pues no era llegar y armar un taller de escultura o esculpir un monumento a la República e instalarlo en una plaza, pero la historia de Rodin, como "hombre más grande que la vida", "fuerza de la naturaleza" o "la mano de dios", arrancó mucho más lento de lo que suele pensarse. Hay que tomar en cuenta que Ruth Butler en su biografía "Rodin: The shape of genius" (Yale 1993) considera que el escultor sólo logró "ascender como artista profesional recién en 1889"; es decir, cuando tenía 49 años.
Rodin trató tres veces de ingresar a la École des Beaux-Arts sin éxito y sus trabajos iniciales no auguraban un gran futuro. En esos años, el guión habitual de la vida de un escultor promisorio empezaba en la Petite École, seguía en la École de Beaux-Arts y terminaba con el premio Roma. Después de ello podía esperarse la fama. Rodin tomó un derrotero menos expedito, incluyendo una breve pasada por un convento, antes de consagrarse enteramente a su trabajo de escultor independiente.
Rodin comenzó trabajando en el taller de un fabricante de ornamentos y más tarde ingresó a trabajar en el taller del escultor Carrier-Belleuse, donde aprendió como se debía administrar bien un taller lleno de trabajo. Rodin, como Carrier y tantos otros escultores importantes de su siglo, trabajó casi exclusivamente modelando arcilla, en lugar de esculpir cincel en mano, como dicta el lugar común. Cuentan que rara vez talló mármol y que tampoco hizo moldes. Un compañero suyo en este taller recordó, años después, que Rodin no tenía nada de especial, nada que anunciara que llegaría a triunfar. Como sucede en todas las buenas historias de artistas, en la vida de Rodin el héroe tiene su némesis, y aquí se trata del escultor Jules Dalou, condiscípulo de Rodin desde sus inicios y alternativamente amigo y enemigo a lo largo de su trayectoria. Dalou y Rodin se disputaron a codazos el papel de escultor de la nación y de portadores del estandarte de lo nuevo.
De acuerdo con el perfil que traza Ruth Butler en su libro, se desprende que Rodin era bastante pequeño de estatura, cuadrado y macizo. En su cara resaltaba una nariz prominente -"un barco llegando a puerto", según anotó Rilke- y una barba insólitamente larga, que comenzó a cultivar -esto es literal- desde bastante joven. Era un hombre serio, entre el millar de fotos suyas que se conservan aparece sonriendo sólo en una; además de silencioso -"no nací para hablar, dijo una vez. Más bien parece haber sido alguien sombrío y propenso al abatimiento. Tenía una inseguridad en sí mismo patológica y una imagen exageradamente pobre de su valor. Su estabilidad síquica era precaria y cada vez que los encargos de trabajos perdían peso Rodin se derrumbaba. Si en sociedad era poco desenvuelto, trabajando, en cambio, podía ser un torbellino de energía e incluso un déspota con sus modelos y aprendices. Tenía además la grave tendencia a comprometerse más allá de su alcance. Según acusa Ruth Butler, Rodin tenía también la tendencia a escabullirse ante las situaciones emocionales problemáticas.
Rodin pasó varios años de formación en Bélgica. Cuando volvió a París, a mediados de 1870, sus antiguas predilecciones artísticas -Pradier, Perraud y Brian- le parecieron superficiales emulaciones del pasado clásico. Se propuso acentuar su inclinación a trabajar directamente del natural. Necesitaba un maestro y en 1876 partió a Italia a buscarlo. "Pienso que el gran mago va a darme alguno de sus secretos", le escribió a su mujer. El mago era Miguel Ángel. Con el tiempo llegó a señalar que el escultor italiano lo había liberado de todo academicismo.
Rodin trató tres veces de ingresar a la École des Beaux-Arts sin éxito y sus trabajos iniciales no auguraban un gran futuro. En esos años, el guión habitual de la vida de un escultor promisorio empezaba en la Petite École, seguía en la École de Beaux-Arts y terminaba con el premio Roma. Después de ello podía esperarse la fama. Rodin tomó un derrotero menos expedito, incluyendo una breve pasada por un convento, antes de consagrarse enteramente a su trabajo de escultor independiente.
Rodin comenzó trabajando en el taller de un fabricante de ornamentos y más tarde ingresó a trabajar en el taller del escultor Carrier-Belleuse, donde aprendió como se debía administrar bien un taller lleno de trabajo. Rodin, como Carrier y tantos otros escultores importantes de su siglo, trabajó casi exclusivamente modelando arcilla, en lugar de esculpir cincel en mano, como dicta el lugar común. Cuentan que rara vez talló mármol y que tampoco hizo moldes. Un compañero suyo en este taller recordó, años después, que Rodin no tenía nada de especial, nada que anunciara que llegaría a triunfar. Como sucede en todas las buenas historias de artistas, en la vida de Rodin el héroe tiene su némesis, y aquí se trata del escultor Jules Dalou, condiscípulo de Rodin desde sus inicios y alternativamente amigo y enemigo a lo largo de su trayectoria. Dalou y Rodin se disputaron a codazos el papel de escultor de la nación y de portadores del estandarte de lo nuevo.
De acuerdo con el perfil que traza Ruth Butler en su libro, se desprende que Rodin era bastante pequeño de estatura, cuadrado y macizo. En su cara resaltaba una nariz prominente -"un barco llegando a puerto", según anotó Rilke- y una barba insólitamente larga, que comenzó a cultivar -esto es literal- desde bastante joven. Era un hombre serio, entre el millar de fotos suyas que se conservan aparece sonriendo sólo en una; además de silencioso -"no nací para hablar, dijo una vez. Más bien parece haber sido alguien sombrío y propenso al abatimiento. Tenía una inseguridad en sí mismo patológica y una imagen exageradamente pobre de su valor. Su estabilidad síquica era precaria y cada vez que los encargos de trabajos perdían peso Rodin se derrumbaba. Si en sociedad era poco desenvuelto, trabajando, en cambio, podía ser un torbellino de energía e incluso un déspota con sus modelos y aprendices. Tenía además la grave tendencia a comprometerse más allá de su alcance. Según acusa Ruth Butler, Rodin tenía también la tendencia a escabullirse ante las situaciones emocionales problemáticas.
Rodin pasó varios años de formación en Bélgica. Cuando volvió a París, a mediados de 1870, sus antiguas predilecciones artísticas -Pradier, Perraud y Brian- le parecieron superficiales emulaciones del pasado clásico. Se propuso acentuar su inclinación a trabajar directamente del natural. Necesitaba un maestro y en 1876 partió a Italia a buscarlo. "Pienso que el gran mago va a darme alguno de sus secretos", le escribió a su mujer. El mago era Miguel Ángel. Con el tiempo llegó a señalar que el escultor italiano lo había liberado de todo academicismo.
Rodin fue uno de los más célebres escultores del siglo XX. Su obra, un paradigma para la escultura contemporánea, dejó una huella imborrable en la historia del arte. “El beso” o “El pensador”' pertenecen indiscutiblemente al universo iconográfico de la modernidad, a cuya formación colaboró Rodin entre la indiferencia y la condena de sus contemporáneos. Fue el último genio de la escultura de canon humano, pero sus creaciones, enraizadas en la tradición de Fidias y Miguel Ángel, abrieron caminos hasta entonces infranqueables para este arte.
Saluda a la ingratitud como una experiencia que enriquecerá tu alma.
No basta trabajar, es preciso agotarse todos los días en el trabajo.
El arte es el placer de un espíritu que penetra en la naturaleza y descubre que también ésta tiene alma.
La meditación persistente sugiere siempre argumentos contra las decisiones; la profunda reflexión acaba a menudo en inercia.
Util es todo lo que nos da felicidad.
En la naturaleza están todos los estilos futuros.
El arte es siempre la gran verdad de la naturaleza vista a través del entendimiento humano.
Nada es tan bello como las ruínas de una cosa bella.
Saluda a la ingratitud como una experiencia que enriquecerá tu alma.
No basta trabajar, es preciso agotarse todos los días en el trabajo.
El arte es el placer de un espíritu que penetra en la naturaleza y descubre que también ésta tiene alma.
La meditación persistente sugiere siempre argumentos contra las decisiones; la profunda reflexión acaba a menudo en inercia.
Util es todo lo que nos da felicidad.
En la naturaleza están todos los estilos futuros.
El arte es siempre la gran verdad de la naturaleza vista a través del entendimiento humano.
Nada es tan bello como las ruínas de una cosa bella.
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